miércoles, 9 de diciembre de 2015

Las pipas de la paz

Mamá tiene una anécdota sobre su infancia que nunca se cansa de contar, probablemente porque no recuerda que ya lo hizo unas mil veces. De cualquier forma siempre dejo que nos la recite porque, siendo honesta, me encanta imaginarme la historia en mi mente.

Todo comenzó cuando madre estaba finalizando la escuela primera, allá por los rebeldes años 70'. La maestra de inglés tuvo la brillante idea de hacer cantar a los chicos "The pipes of peace" de Paul McCartney durante la ceremonia de diplomas; pasaron semanas ensayando y estaban todos muy orgullosos. El problema fue que, al momento de la actuación frente al público, los padres, que en su mayoría no habían pasado del cuarto grado, quedaron perplejos al no comprender ni jota del inglés medio indígena que balbuceaban sus hijos. Claro que esta que los aplaudieron, pero fue mas por compromiso que por verdadera emoción.

En si la historia no es tan graciosa. Sin embargo, me resulta divertidísimo imaginar a los pobres diablos repitiendo versos que ni ellos mismos alcanzaban a entender del todo, y todavía más cómico es pensar en la maestra, muy feliz con su inútil llamado a la paz.

Es posible que en mi imaginación haya distorsionado los hechos de tanto oírlos y la realidad no haya sido ni por lejos tan de comedia, aunque prefiero seguir pensando el recuerdo de este modo, a mi modo.

Después de todo, nuestra vida esta delimitada por los recuerdos que crea la imaginación, los cuales rara vez coinciden con el relato original pero que de tanto contarlos terminan transformándose en la única realidad. Siempre tuve la creencia de que la vida es subjetiva y el pasado no es más que una construcción de la memoria.

Así, mamá va a seguir contando su anécdota y yo voy a continuar imaginándome a los padres desconcertados y la maestra pomposa, y quien sabe el día de mañana mis nietos contaran otra versión de la historia. Eso si, de lo que estoy segura es que las pipas de la paz a McCartney le habrán funcionado... pero a la profesora no.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El trompetista

Dibujo de Troche
"Vamos a darle algo. Hay que fomentar el arte"

Esta frase, que continuó resonando en mi mente varias horas más tarde, fue la que mi madre pronunció casi sin darse cuenta cuando un artista ambulante con cara de inexperto cortó la calle para mostrar su música bajo el puente de mi ciudad. Flacucho, pícaro y con una pizca de incertidumbre asomándole por la comisura de los labios, así se presentó ante sus obligados espectadores el joven, con su trompeta reluciente en brazos. No pude evitar analizar hasta el más ínfimo detalle de su persona, incluso las escasas pertenencias con las que contaba, propias de un nómada que no se cansa de andar de camino en camino en busca de la moneda que le salvaguarde la existencia al menos por un día.

Sin embargo, pese a que los dones musicales del susodicho no eran lo que se diría dignos del Teatro Colón, el hombrecito se esforzaba por gustar, por ofrecer una melodía agradable y que transmitiera algo a quienes la oyeran, ya fuese alegría, gozo, tristeza, melancolía. Aunque no poseo el poder de leer mentes, puedo jurar que el verdadero propósito del músico no era ganarse el pan, sino provocar emoción en aquellos que lo oían: porque la recompensa del artista de espíritu no pasa por el contenido de sus bolsillos al finalizar la obra, sino por el de las emociones evocadas a lo largo de la misma.

La presentación no alcanzó a conmoverme, para ser franca, pero si lo hicieron las palabras que escuché inmediatamente finalizada la misma. Aunque se que mi madre no reparó en la profundidad que implicaba lo que había dicho, logró incitarme a reflexionar sobre la gran cantidad de artistas callejeros que andan por ahí intentando dejar una mínima huella en el mundo con su arte: cantantes, bailarines, actores, mimos, saltimbanquis, acróbatas, entre otros tantos cuyos talentos lamento no recordar. Es injusto, y genera impotencia el saber que la mayoría de ellos jamás llegará a los grandes escenarios, que el trompetista quizá no logre formar parte de una orquesta de renombre. Pero esa es la ley del arte: no todos podemos ser iluminados por la gracia de la belleza, no todos podemos ser el siguiente Picasso o el próximo Julio Boca. (La permanencia del más apto, citando a Darwin) El arte existe porque es algo único, un lenguaje del alma que sólo algunos pueden hablar.

A pesar de todo, tengo al creencia de que la perseverancia y la ambición son complementos necesarios y muy útiles para aquellos con problemas en el aprendizaje de este idioma. Sin dudas el trompetista no sabía todas las reglas gramaticales, pero podría asegurar que conocía la clave para hacerse entender.

sábado, 8 de agosto de 2015

La espectadora

Un tal Galeano afirmaba que en el mundo hay fuegos fatuos, que no brillan ni queman. Fuegos que no viven la vida, sino que la ven pasar como aquel que se sienta en la plaza a observar el movimiento de los individuos que se pasean a su alrededor. Y yo sé exactamente a lo que se refiere, porque, a pesar de que nunca lo quise así, siempre me consideré uno de esos fuegos.

No sé. Desde que tengo memoria sentí que llegué al mundo para ver en lugar de ser, como sería lo lógico (aunque ¿quién establece que es "lo lógico"?). Siempre aguardando, escuchando las vivencias de los demás a la espera de que eso que le sucede a todos también te pase a vos (y al final nunca te pasa).

No sé. A veces pienso que quizá sea miedo. Miedo de vivir, de sentir, de sufrir. Sí, eso mismo, miedo de sufrir y que me queden cicatrices permanentes. Miedo de no poder afrontar lo que la vida me depare.

Por eso adopté el papel de espectadora, que pareciera ser el que mejor me queda. Mientras el resto del mundo continúa siendo, yo me limito a ver, observar y analizar lo que me rodea. Soy una cobarde, lo admito. Pero no me malentiendan, no es que lo sea por motus propio. Todos los días de mi vida me levanto con la esperanza de ser y regreso a casa con las ganas de aquello que no fue.

No sé. Capaz que el destino lo quiera así. A lo mejor también se necesitan fuegos que observen, porque de otra forma ¿quién contaría las grandes historias?